jueves, 5 de julio de 2018

MI GRAN AMOR POR JESÚS ME CONDUJO AL ISLAM (PARTE 1)

Nací católico y como tal fui educado en la creencia de que el catolicismo es la única religión verdadera; el judaísmo, un mero preludio del Cristianismo y cualquier otra religión, falsa. Oí hablar del Islam por vez primera en 1978. Supe entonces que los musulmanes creen en el origen divino del Cristianismo y el judaísmo y que el Corán afirma que a lo largo de la historia Dios ha enviado profetas a las diferentes partes del orbe para guiar a los seres humanos al buen camino. Para implantar el Cristianismo en lo más hondo de la conciencia la Iglesia Católica se sirve de un plan que, ejecutado en la más tierna infancia, asegura que con toda probabilidad su influencia se extenderá de por vida. El plan discurre en sus líneas maestras en torno a la vida y persona de Cristo, desde su supuesto nacimiento en diciembre hasta su supuesta crucifixión en Semana Santa. Sin embargo, todos esos sucesos no se conocieron hasta siglos después de que él dejara de estar entre nosotros: no fueron revelados por Dios, sino inventados por hombres. Siguiendo una tradición venezolana, yo esperaba cada nochebuena que Jesús apareciera portando los regalos que le había pedido en mi carta anual. Pero como pertenecía a una familia pobre y tenía muchos hermanos, al Niño Jesús le resultaba en extremo difícil traérmelo todo. Yo me preguntaba desconcertado cómo podía ser que, si tal como me enseñaban en las clases de catecismo, Jesús tantos milagros obraba, fuera incapaz de traerme un simple triciclo. ¿Acaso traerme un triciclo no resulta más sencillo que resucitar a los muertos?, me preguntaba. Y así, durante años… Al aproximarse la Semana Santa solía ver las recreaciones televisivas de la Pasión y Muerte de Cristo. Me moría de ganas de meterme dentro de la tele y tratar de ayudarlo de algún modo. Rogaba a Dios que viniera en su auxilio, que no dejara que crucificaran a Su “hijo”. Y al final, incapaz de soportarlo, lloraba a escondidas (porque “los hombres no lloran”). En verdad no podía comprender que se dirigiera tanta crueldad contra un hombre bueno. Aunque traumatizantes, aquellas experiencias encendieron en mi interior una llama de vivo amor por tan grande profeta. Acaso a otros niños que veían colmadas sus expectativas navideñas fueran los regalos los que les infundieron el amor a Cristo... En definitiva, si el objetivo de la Iglesia es engendrar en los hombres la veneración a Jesús no cabe duda de que conmigo lo consiguieron. Aprendí a amarlo más incluso que a mis padres. Mas, aún muy niño, comencé a cuestionarme el poder divino. Dios, cavilaba para mis adentros, hace cuanto le viene en gana. Él es el creador del universo todo: de la tierra, del sol, de la luna, las estrellas y el hombre. Entonces, ¿por qué no libró de la muerte al Jesús crucificado? En cierta ocasión, dispuesto a resolver la paradoja, trepé una tapia en la parte trasera de nuestra casa y allí me dirigí directamente a Él. “Dios mío, exclamé, voy a arrojarme desde lo alto de esta tapia. Si tan poderoso eres, si nada escapa a tu voluntad, hazme volar surcando los aires. Si no lo haces, dejaré de creer en tu poder, porque tampoco pudiste salvar a Jesús”. ¡Menos mal que la tapia no era muy alta…! Y a cada tentativa de vuelo crecía más en mí el convencimiento de que, al cabo, Dios no era tan poderoso. ¡Qué chiquillada!, ¿verdad?
Cuando comencé los estudios de secundaria mis padres me autorizaron a trabajar con un señor mayor fotógrafo al que acompañé a multitud de sitios. Resultó que mi amigo fotógrafo tenía fama de brujo. Doquiera que acudíamos las clientas le rogaban que les leyera la buenaventura. Él, entonces, encendía un cigarro y al tiempo que se consumía y sus cenizas se iban desprendiendo desvelaba sus “adivinaciones”. Otras veces hipnotizaba a las personas para sonsacarles sus secretos más íntimos. Todas estas experiencias se fueron depositando en mi conciencia a una edad muy temprana. Por entonces, mis padres frecuentaban un centro de parapsicología. Allí acudí con ellos en diversas ocasiones y allí me fui familiarizando con la meditación, los espíritus, las posesiones demoníacas, la así llamada “comunicación de los muertos con los vivos”1 , etc. Allí aprendí también a orar dos veces al día frente a un pequeño altar que mi padre, con cariñoso esmero, había erigido. Mi padre tenía un libro que solía leer muy a menudo. Se titulaba La vida de Jesús dictada por él mismo. En una de aquellas reuniones, la persona que conducía la sesión me preparó una suerte de talismán. Según él, sus virtudes portentosas habrían de protegerme de todo mal, así que lo porté siempre conmigo. Mientras tanto continuaba reflexionando acerca de la crucifixión de Cristo. Mi padre me dijo que en el libro que tanto le agradaba leer Jesús afirmaba en nombre propio que había viajado a lugares muy distantes de Jerusalén, lo que me devolvió en cierta medida el optimismo, aunque no se me alcanzaba cómo podía ser que Jesús hubiera dictado su propia autobiografía. Al finalizar los estudios de secundaria me ofrecieron la posibilidad de trasladarme con una beca a los Estados Unidos para allí obtener una licenciatura en ingeniería, y acepté lleno de gozo. Me desplacé a los EEUU en 1977. Pero antes de eso tuve una experiencia que afectó muy negativamente a mi fe cristiana. Cierto día fui testigo de cómo dos cristianos modélicos se detenían a auxiliar a una persona que había sufrido un ataque de epilepsia en plena calle. Primero lo socorrieron, y seguidamente le abrieron la cartera para sustraerle el dinero. Aunque los actos individuales no prueban la validez de una religión, lo cierto es que aquello me impresionó vivamente. Acaso para algunos parezca un episodio intrascendente. Pero para mí, que había visto el severo castigo que mi padre aplicó a uno de mis hermanos por aparecer en casa con veinticinco centimitos de bolívar cuyo casual hallazgo no atinó a explicar de manera satisfactoria, el asunto no era baladí.


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