Nací católico y
como tal fui educado en la creencia de que el catolicismo es la única religión
verdadera; el judaísmo, un mero preludio del Cristianismo y cualquier otra
religión, falsa. Oí hablar del Islam por vez primera en 1978. Supe entonces que
los musulmanes creen en el origen divino del Cristianismo y el judaísmo y que
el Corán afirma que a lo largo de la historia Dios ha enviado profetas a las
diferentes partes del orbe para guiar a los seres humanos al buen camino. Para
implantar el Cristianismo en lo más hondo de la conciencia la Iglesia Católica
se sirve de un plan que, ejecutado en la más tierna infancia, asegura que con
toda probabilidad su influencia se extenderá de por vida. El plan discurre en
sus líneas maestras en torno a la vida y persona de Cristo, desde su supuesto
nacimiento en diciembre hasta su supuesta crucifixión en Semana Santa. Sin
embargo, todos esos sucesos no se conocieron hasta siglos después de que él
dejara de estar entre nosotros: no fueron revelados por Dios, sino inventados
por hombres. Siguiendo una tradición venezolana, yo esperaba cada nochebuena
que Jesús apareciera portando los regalos que le había pedido en mi carta
anual. Pero como pertenecía a una familia pobre y tenía muchos hermanos, al
Niño Jesús le resultaba en extremo difícil traérmelo todo. Yo me preguntaba
desconcertado cómo podía ser que, si tal como me enseñaban en las clases de catecismo,
Jesús tantos milagros obraba, fuera incapaz de traerme un simple triciclo.
¿Acaso traerme un triciclo no resulta más sencillo que resucitar a los
muertos?, me preguntaba. Y así, durante años… Al aproximarse la Semana Santa
solía ver las recreaciones televisivas de la Pasión y Muerte de Cristo. Me
moría de ganas de meterme dentro de la tele y tratar de ayudarlo de algún modo.
Rogaba a Dios que viniera en su auxilio, que no dejara que crucificaran a Su
“hijo”. Y al final, incapaz de soportarlo, lloraba a escondidas (porque “los
hombres no lloran”). En verdad no podía comprender que se dirigiera tanta
crueldad contra un hombre bueno. Aunque traumatizantes, aquellas experiencias
encendieron en mi interior una llama de vivo amor por tan grande profeta. Acaso
a otros niños que veían colmadas sus expectativas navideñas fueran los regalos
los que les infundieron el amor a Cristo... En definitiva, si el objetivo de la
Iglesia es engendrar en los hombres la veneración a Jesús no cabe duda de que
conmigo lo consiguieron. Aprendí a amarlo más incluso que a mis padres. Mas,
aún muy niño, comencé a cuestionarme el poder divino. Dios, cavilaba para mis
adentros, hace cuanto le viene en gana. Él es el creador del universo todo: de
la tierra, del sol, de la luna, las estrellas y el hombre. Entonces, ¿por qué
no libró de la muerte al Jesús crucificado? En cierta ocasión, dispuesto a
resolver la paradoja, trepé una tapia en la parte trasera de nuestra casa y
allí me dirigí directamente a Él. “Dios mío, exclamé, voy a arrojarme desde lo
alto de esta tapia. Si tan poderoso eres, si nada escapa a tu voluntad, hazme
volar surcando los aires. Si no lo haces, dejaré de creer en tu poder, porque
tampoco pudiste salvar a Jesús”. ¡Menos mal que la tapia no era muy alta…! Y a
cada tentativa de vuelo crecía más en mí el convencimiento de que, al cabo,
Dios no era tan poderoso. ¡Qué chiquillada!, ¿verdad?
Cuando comencé los estudios de secundaria mis
padres me autorizaron a trabajar con un señor mayor fotógrafo al que acompañé a
multitud de sitios. Resultó que mi amigo fotógrafo tenía fama de brujo.
Doquiera que acudíamos las clientas le rogaban que les leyera la buenaventura.
Él, entonces, encendía un cigarro y al tiempo que se consumía y sus cenizas se
iban desprendiendo desvelaba sus “adivinaciones”. Otras veces hipnotizaba a las
personas para sonsacarles sus secretos más íntimos. Todas estas experiencias se
fueron depositando en mi conciencia a una edad muy temprana. Por entonces, mis
padres frecuentaban un centro de parapsicología. Allí acudí con ellos en
diversas ocasiones y allí me fui familiarizando con la meditación, los
espíritus, las posesiones demoníacas, la así llamada “comunicación de los
muertos con los vivos”1 , etc. Allí aprendí también a orar dos veces al día
frente a un pequeño altar que mi padre, con cariñoso esmero, había erigido. Mi
padre tenía un libro que solía leer muy a menudo. Se titulaba La vida de Jesús
dictada por él mismo. En una de aquellas reuniones, la persona que conducía la
sesión me preparó una suerte de talismán. Según él, sus virtudes portentosas
habrían de protegerme de todo mal, así que lo porté siempre conmigo. Mientras
tanto continuaba reflexionando acerca de la crucifixión de Cristo. Mi padre me
dijo que en el libro que tanto le agradaba leer Jesús afirmaba en nombre propio
que había viajado a lugares muy distantes de Jerusalén, lo que me devolvió en
cierta medida el optimismo, aunque no se me alcanzaba cómo podía ser que Jesús
hubiera dictado su propia autobiografía. Al finalizar los estudios de
secundaria me ofrecieron la posibilidad de trasladarme con una beca a los
Estados Unidos para allí obtener una licenciatura en ingeniería, y acepté lleno
de gozo. Me desplacé a los EEUU en 1977. Pero antes de eso tuve una experiencia
que afectó muy negativamente a mi fe cristiana. Cierto día fui testigo de cómo
dos cristianos modélicos se detenían a auxiliar a una persona que había sufrido
un ataque de epilepsia en plena calle. Primero lo socorrieron, y seguidamente
le abrieron la cartera para sustraerle el dinero. Aunque los actos
individuales no prueban la validez de una religión, lo cierto es que aquello me
impresionó vivamente. Acaso para algunos parezca un episodio intrascendente.
Pero para mí, que había visto el severo castigo que mi padre aplicó a uno de
mis hermanos por aparecer en casa con veinticinco centimitos de bolívar cuyo
casual hallazgo no atinó a explicar de manera satisfactoria, el asunto no era
baladí.
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